Sí, es posible. Aunque no es fácil, lo sé. Con Last Places podrás descubrir una manera diferente del tradicional safari de animales en Kenia. Queremos entender. Esta vez no iba a ser una excepción. Nuestro objetivo: alcanzar el norte de Kenia más lejano y conocer varias tribus en el camino. Los animales no estaban en nuestro programa.
Empezamos en la zona del Lago Baringo, donde somos recibidos por los pokots, no muy conocidos por los occidentales. Tener buenos guías locales que nos faciliten el encuentro es crucial si uno quiero entender otra cultura. No se puede tratar a la gente como animales del zoo. Llegar, tomar fotos y desaparecer. Con Last Places, intentamos tener un momento para las presentaciones, nos sentamos, nos observamos de la manera más respetuosa posible. Y sí, se toman fotos.
Después de los pokots, nos dirigimos hacia Dol Dol, hogar de los yaakus, con los que compartimos un fuego, pues la noche es fría. Montamos las tiendas cerca de su manyatta y nos servimos la cena hecha por nuestro cocinero. Mañana nos espera una excursión al bosque Mukodogo en búsqueda de esta etnia que utilizaba el refugio de cuevas en sus expediciones de caza. Los encontramos tras una hora de caminata entre la vegetación que crece donde las grandes rocas lo permiten. Tradicionalmente vestían con pieles de animales. Su lengua, el yaakunte, está en peligro de extinción puesto que solo siete ancianos la hablan.
Los samburus, en Archers Post, es nuestra siguiente tribu por conocer. Graciosamente ataviados con collares de cuentas y sukhas de brillantes colores, nos invitan a entrar en sus cabañas. Estas son casas de forma semiesférica construidas con ramas, palos y plásticos. Los samburus comparten algunas tradiciones y forma de vida con los maasais. Para ambas tribus, el ganado es el centro de su economía y es el que determina la riqueza de una persona. Son pastores seminómadas de origen nilótico, por esto sus casas son fácilmente desmontables para poderlas reconstruir en otro lugar, donde haya pasto para sus animales.
Más adelante, en Kargi con los rendilles. Nos maravillamos de cómo el paisaje cambia y así su gente y cultura son modelados en consonancia. Ahora es zona de camellos. Las vacas no sobrevivirían en tan árido lugar; simplemente no hay pasto para ellas.
Acampamos entre sus cabañas semiesféricas hechas de palos, telas de colores y básicamente con cualquier material al alcance. Hace mucho viento, pero esto no nos impide poder conocer a esos amables habitantes cuya economía se basa en el camello. Por la noche, estas bestias que proveen no solo comida, sino que son su medio de transporte, son recogidas en un cercado de espinas. Los bebés de camello no salen y por esto hacen una gran algarabía al percibir a sus madres acercarse al anochecer. Por la noche, también, los chavales son tan curiosos que no pueden evitar sacar la cabeza y ojear dentro de las tiendas a través de las ventanas abiertas. La noche es cerrada, solo las sombras y las risitas te advierten de que este es un lugar habitado.
No tenemos miedo a la falta de confort si esto significa que podremos compartir una noche estrellada con nuestros huéspedes. Días asfixiantes de calor, atardeceres ventosos, polvo por doquier, carreteras tortuosas sin asfaltar. Este es el peaje que uno tiene que pagar para encontrar estas últimas tribus. Y así, nos adentramos aun más al norte hasta llegar a Loyangalani, a orillas del Lago Turkana, el Mar de Jade. ¡Qué lugar tan especial! Todo a nuestro alrededor son rocas y el paisaje solo rompe su monotonía con raquíticos árboles. Aun así, el lago ofrece una visión de paz entre tanta dureza. ¡Y qué descanso para nuestros ojos llenos de polvo de este largo recorrido!
Tres tribus son de nuestro interés cerca del lago: los turkanas, los dassanetchs y los el molos. Pero Loyangalani es un lugar de encuentro: los samburus, los turkanas, los gabbra, los rendilles, los dassanetchs, los el molos… todos se reúnen en esta área, aunque árida y hostil, extremadamente ventosa y seca. ¿Cómo puede vivir aquí la gente? Uno se pregunta. Esto es la cuna de la humanidad, como se puede comprobar en el TBI (Turkana Basin Institute), fundado por Richard Leakey para investigar y preservar nuestro patrimonio.
Los turkanas quizás son el grupo más icónico. Con su buena planta, altos, de ceño fruncido, ojos penetrantes. Sus adornos y peinados son distintivos. Esta es una tribu acostumbrada a las sequías y hambrunas. Y, aun así, continúan en esta tierra. ¿Dónde, si no? Este ha sido su hogar durante generaciones. Pero es cierto que el cambio climático les está forzando a adaptarse. Ahora consumen pescado del lago, aún abundante, en lugar de su comida preferida, la carne de sus rebaños. El pescado era en realidad considerado tabú antes. Pero el lago también se está secando. Más al norte, ya en Etiopía, una presa retiene el agua del río Omo que antes fluía libremente hacia el lago. Una nueva amenaza para toda la zona.
Los el molo habitan en una escasa área a orillas del Lago Turkana. Son una tribu muy pequeña, casi extinguida según estudios recientes. También su lengua es fuente de preocupación entre ellos, ya que solo un puñado de habitantes la hablan. Los el molos viven de la pesca, que capturan con simples canoas hechas de unos cuantos troncos atados. En el pasado también cazaban cocodrilos y tortugas. Ya no, puesto que estas especies están ahora protegidas.
Alcanzamos Ileret tras un largo y polvoriento trayecto. La última frontera. No hay nada especial que nos espere allí, exceptuando la Misión Católica que nos da cobijo, y sobre todo lo más valioso, una ducha. Pero este es el punto de partida para explorar el área en búsqueda de los dassanetchs, la gente del delta. Estamos de suerte y encontramos un poblado especialmente construido para la ocasión: están celebrando la ceremonia de circuncisión, llamada Dimmi.
Los hombres, completamente pintados de ocre amarillo, incluso la cara, van vestidos con una piel de leopardo y tocados con un gorro de plumas de avestruz. En sus tobillos llevan una especie de cascabeles que producen un sonido metálico cuando pisan fuerte. Las mujeres, algunas con los pechos descubiertos, bailan frenéticamente al ritmo de unos sonajeros artesanos. Sus cabellos están trenzados con barro rojo y cuelgan graciosamente cuando saltan. Sus trenzas, atadas juntas, les caen por la frente haciendo un dibujo cuadrado. También llevan una pluma única en la coronilla.
Los dassanetch están esparcidos a lo largo de la frontera etíope, a solo 15 km de donde están bailando, ya dentro de Etiopía. Las culturas no entienden de fronteras trazadas con regla y cartabón a miles de kilómetros.
Nuestro próximo destino es North Horr, ya de camino hacia el sur y atravesando el desierto de Chalbi. Aquí está el hogar de los gabbras, pastores de camellos, cuya indumentaria y cultura es similar a otros grupos étnicos con las mismas raíces. Sus telas son de colores vivos y muy diferentes de lo que hemos visto hasta ahora, y hasta las fotos parecen modificadas artificialmente. Sus cabañas esféricas están dispersas en un terreno ingrato, salpicado de palmeras y acacias. Un hombre mayor ciego nos da la bienvenida a la sombra de su casa. Lleva un sombrero redondo y blanco, a modo de corona, que le rodea la cabeza. Un chiquillo le hace de lazarillo. Las mujeres, primero tímidas y cautelosas con el repentino grupo de mzungus que les visita, se ponen a bailar y el viento les hace revolotear sus brillantes telas. El instrumento que acompaña sus voces es un pellejo seco de camello que, al darle con los pies, les proporciona la percusión.
En las cercanías de Marsabit nos encontramos con los boranas, parientes de los rendilles y los gabbras, ya que todos ellos tienen un origen cusita. Somos recibidos con una pócima a base de granos de café fritos, que bien nos recuerda, entre otras características, a sus vecinos oromos de Etiopía. La cuestión es que los borana eran originarios de Etiopía y migraron hacia el sur hasta Kenia. Hoy en día se dedican a la agricultura y al ganado (vacas y cabras). Los hombres llevan turbantes, otra característica que nos recuerda a los oromos. De este turbante sobresale un ornamento puntiagudo.
Finalmente, después de una fugaz vista al Monte Kenya entre las nubes, llegamos a Nairobi. Sitio de locos. ¿Puede este ser el mismo país? Esta caótica y creciente metrópolis es el nuevo hub de toda África del Este y está experimentando un crecimiento económico sin precedentes por su situación estratégico. Nos da la bienvenida con contaminación, bocinazos y coches, muchos coches. Simultáneamente, la ciudad está sufriendo un boom demográfico con la continua llegada de gente proveniente de las zonas rurales en busca de una oportunidad laboral.
Aún tenemos tiempo para una última visita a una comunidad maasai en las afueras de la ciudad. Hay cebras, antílopes y avestruces en el llano que atravesamos para alcanzar al que será nuestro último grupo étnico en nuestro safari tribal. Lejos, pero no mucho, se puede ver la silueta de la ciudad devoradora. Fascinante. ¿Cuánto tiempo resistirá esta vida salvaje a la presión humana? Esta comunidad maasai es un buen ejemplo de adaptación. Sin girar la espalda a la modernidad, sabe mantener sus antiguas tradiciones.
Así es como sobrevivimos.